LA HORA DEL SHOWMAN
17 julio, 2014
Hacia un nuevo paradigma de la relación entre autor y lector
Hace algunos años, el mercado del disco se desplomó. Esa sólida cadena de beneficios que unía al músico y al oyente a través de las casas discográficas, las distribuidoras comerciales y las disquerías simplemente se fue al piso. ¿Causa? La popularización de la tecnología digital, capaz de replicar la música sin que la calidad sufriese. El consumidor de discos medio se dijo: «¿para qué voy a pagar por algo que puedo obtener gratis?» Y actuó en consecuencia: se convirtió en un pirata doméstico. Por lo mismo, los discos comenzaron a venderse mal (incluso un desplome tan rotundo lleva su tiempo) y los músicos, para salvarse, se vieron obligados a mover ficha. A día de hoy, despejado ya el polvo que nubló el aire durante la gran debacle discográfica, queda vivo lo siguiente (y hablo en general): músicos que cuelgan su música en internet (para que la gente los conozca) y que luego ofrecen conciertos en vivo (por los que cobran entrada).
Pues bien, entiendo que en el mundo de la literatura, tradicionalmente más añoso, más lento de reflejos, más inerte incluso, las cosas van más despacio. Pero eso no significa que dejen de ir. Antiguamente (hablo de hace diez años), cuando uno tenía la suerte de publicar un libro, se imprimían de 2.000 a 5.000 ejemplares (entonces se utilizaba una técnica de impresión llamada offset, que requiere del uso de planchas muy caras y por tanto exige tiradas grandes). Lógicamente, estas enormes mareas de libros precisaban de anchos canales de desagüe (distribuidores, repartidores, libreros) y del apoyo incondicional de los medios de comunicación típicos. La ceremonia del lanzamiento del libro encontraba su destinatario óptimo en la figura del periodista cultural, artífice de la transmisión de la buena nueva: «Ya está en librerías la última novela de tal autor, que trata de esto y de esto otro.» Como se comprenderá fácilmente, las grandes tiradas exigían también que todos los usufructuarios de la cadena del libro fuesen organizaciones de tamaño considerable: estructuras difíciles de crear y de mantener, seres mastodónticos y longevos que pacían en anchas praderas siempre verdes.
Hasta ahí todo bien pero, de pronto, en el valle de la literatura comenzó a suceder (de nuevo) lo inesperado: el día analógico empezó a acabarse pues la noche digital despuntaba en el horizonte. Durante el largo crepúsculo se fotocopiaron muchos textos. Luego, por obra y gracia de los escáner, los éxitos se empezaron a piratear. Y ahora, ya de noche cerrada, los libros se copian apretando un botón y se mandan por mail sin límite. Estos ebooks, que apenas soportan gastos de producción y que se leen muy cómodamente, poseen la horrorosa (pero no nueva) característica de que se pueden copiar con gran facilidad. Según eso: «¿para qué voy a pagar por algo que puedo obtener gratis?» «Pero –dijo alguien con memoria–, ¿es que vamos a permitir que el libro corra la misma suerte que corrió el disco?» Y la verdad es que esa ya tangible circunstancia no dependía (no depende) de ninguno de los intermediarios que se nutren en la cadena de beneficios autor/lector. Depende con todo rigor de la inconsciencia de la masa (la masa es inconsciente por definición) y de su facilidad (absoluta, en este caso) para obtener lo que necesita. ¿Resultado? Día a día cierran editoriales, distribuidoras, librerías, quioscos, en un mundo donde paradójicamente se escribe y se lee cada vez más. «Nos estamos quedando sin sustento –dicen los autores de verdad, esos seres obcecados e hiperconscientes que escribirían aunque los tiraran a un lago con los pies metidos en cemento–. ¿Qué hacer?» «Y bien –responde un sagaz editor–, inventaremos la impresión digital.» Y así se hizo. Esta novedosa técnica de impresión permitió la elaboración rentable de tiradas muy cortas (incluso de cien ejemplares) y franqueó nuevas rutas para que el agua de las fuentes volviese a llegar a los océanos: los grandes medios de prensa (obsesionados con el drama de su propia destrucción) fueron sustituidos por internet (donde los nuevos editores digitales asumen además la función de los antiguos periodistas de cultura). También son distribuidores de sus propios stocks y en muchos casos libreros postales. Estupendo, pero ¿qué papel se le reserva al autor en ese nuevo panorama sociocultural? Pues el mismo que en su momento se adjudicaron los músicos: dar conciertos (o recitales, si se prefiere). El autor, convertido en actor, ya no se venderá en forma de copias sino como originales múltiples. Facebook será (es) la plaza donde se pregone (pregona) la presentación del libro, acto (actos) al que acudirán (acuden) algunas decenas de lectores interesados, aquellos que ya conozcan (conocen) al autor por medio de «un ebook que me pasó un amigo», «algo suyo que leí en Scribd» o «es que tiene un blog genial».
A una discreta librería de barrio llegan el autor/actor y el editor/distribuidor en un coche pequeño, lleno de cajas, que aparca cerca de la puerta. Ellos bajan las cajas, las meten en la librería, ayudan a colocar las sillas en semicírculo, prueban si funciona el micrófono. Luego reciben a los asistentes y por fin, a la hora señalada, el autor/actor, el nuevo showman, sube al escenario (valgan a la vez el sentido literal y figurado del término) y empieza a jugarse la vida. ¿Qué piensa hacer o decir? ¿Explicará cómo es el libro, qué trataba de transmitir en él, por qué lo escribió? ¿Hablará de sus inicios como escritor, cuando era un niño que leía cómics? ¿Leerá parte de su obra (un capítulo bien escogido) para incentivar a los asistentes a que compren un ejemplar a la salida del acto? ¿Se desnudará? Uno supone que en la variedad está el gusto. Pero también sabe que siempre ha habido y habrá fórmulas de comunicación más o menos exitosas. Desde «obligar a tres amigos a que escuchen un cuento tuyo» hasta «llenar un estadio de fútbol con capacidad para 50.000 personas» hay todo un universo de acciones y reacciones, saberes e ignorares que condicionan y condicionarán eso que se llama el éxito.
PABLO GONZ
17 julio, 2014 a las 19:57
Tres meses después vuelvo a publicar algo. Tuve suerte de acordarme cómo se hacía.
Besiños,
P
17 julio, 2014 a las 19:58
Voy a comentar antes de leerte, no vaya a ser que pierda mi lugar 😉 jajaja
17 julio, 2014 a las 20:06
Lo de ser comentarista top exige sus sacrificios.
17 julio, 2014 a las 20:03
Creo que la última palabra aún no está escrita. Están los libros voladores y, quién sabe si un día, las personas libro, como en Farenheit 451. Esto es evolución.
Y sobre que escribas en tu blog, te diré que ha pasado tanto tiempo que he tenido que darle al zoom un par de veces, que o la letra es muy pequeña o me estoy haciendo viejuna.
Un abrazo grande,
Ana
17 julio, 2014 a las 20:08
Publiqué en pequeñín porque era un texto más largo de lo habitual. Claro, tú te preguntarás: ¿qué hay de habitual en alguien que publica después de tres meses? Bueno, nos entendemos. Lo que a mí me sorprende es con la cantidad de años que tiene el libro aún se preste para estos saltos y contorsiones.
Gran abrazo, dinamitera,
P
17 julio, 2014 a las 20:16
Ah, entonces no soy tan vieja, ufff jaja
17 julio, 2014 a las 21:40
Muy interesante, Pablo!
Me has dejado masticando muchas cosas.
17 julio, 2014 a las 22:24
Buen provecho, querido Leo:
Ya iré a hacer el payaso a tu ciudad.
Abrazotes,
P
18 julio, 2014 a las 20:48
🙂
Gracias!
Cuándo venís por estos lados?
18 julio, 2014 a las 20:58
En cuanto se pueda, gracias.
21 julio, 2014 a las 12:48
No me parece del todo mal, querido Pablo, el robo como concepto, ahondando en este sentimiento libertario que me va creciendo. Pero sí me sorprende la normalidad con que se aceptan ciertos robos y la escandalera que se montan con otros ciertos. Es decir, señor que roba un carro de comida en el supermercado, sea alcalde o no, delincuente, señor que roba millones de lo público, pillín. Señor que roba un perfume de un supermercado, sinvergüenza, señor que se roba el trabajo de un director de cine, de un músico o de un novelista, tipo no tonto que no va a pagar por lo que puede obtener gratis y que además en vez de ser perseguido lo que debemos es plantearnos como hacer para que el rubro perjudicado se adapte a los tiempos.
Y, como digo, todo esto con una normalidad pasmosa.
Hasta que no pueda ir a una tienda y decirle al tendero que me llevo su jamón sin pagar porque cincuenta leuros me parecen un robo y un escándalo, no aceptaré que se diga lo mismo de un libro o un disco. Será poco pragmático, será. Será anacrónico, seré…
Abrazos.
21 julio, 2014 a las 15:08
Esa normalidad pasmosa de la que hablas, querido Hugo, es la realidad en la que debemos movernos. A los autores de libros les van a quedar sólo dos opciones: o seguir alucinados con lo que sucede o buscarse la vida como se pueda. La pregunta es: ¿tenemos cintura suficiente para afrontar el reto o no?
Gran abrazo,
P
22 julio, 2014 a las 15:16
Bueno, la realidad es la que es y de eso no cabe duda, pero frente a la realidad no queda sólo la posibilidad de adaptarse, la realidad se puede cambiar. Que usted habla con, por ejemplo, un sueco sobre piratear un disco y le dirá que es un ladrón (sé que generalizo,pero las generalizaciones esconden siempre una realidad). Y no, no estoy dispuesto a aceptar la normalización de ese comportamiento al menos hasta que, como te decía, pueda ir a una tienda y llevarme unos pantalones por la cara y que al vendedor le parezca normal. Y que conste que a mí esto me coge a desmano, que ni tengo nada publicado ni lo tendré.
Más abrazos.
22 julio, 2014 a las 16:10
Efectivamente debería añadir otra opción a las de mi comentario anterior, una que hoy por hoy me parece muy idealista (pero eso no obsta): luchar para que cambien las grandes tendencias universales.
Más abrazos para ti, P.
26 julio, 2014 a las 0:52
Bueno escucharte de nuevo Pablo, interesantes tus observaciones.saludos.antonio.
28 julio, 2014 a las 13:00
Un saludo de vuelta, Antonio.
Gracias por tu comentario,
P