La imagen del hombre que predomina en el ámbito de la cultura occidental es la de un ser compuesto de dos elementos: el espíritu o alma, y la materia o cuerpo. Según mi juicio, esta división interna del ser humano (la imposición tácita de una frontera) nos acostumbra a ver el espacio y el tiempo como un lugar parcelado y jerarquizable. Parcelado en la medida en que si hay un «alma» y un «cuerpo», puede haber un «yo» y un «los demás» o un «yo» y un «medio ambiente», etc. Jerarquizable en la medida en que si dividimos cualquier cosa, una de las partes resultantes siempre es susceptible de ocupar una posición de dominio sobre la otra. Nuestro modo de pensar común, el cristiano–capitalista–industrial, nos lleva a poner el alma por encima del cuerpo y el yo por encima del medio. El siguiente acto mental es el ejercicio de esa jerarquía: creemos que el alma maneja o pilota al cuerpo y que el yo maneja o explota el medio ambiente.
A este tipo de personas (que se piensan a sí mismos como parte distinta del medio en que viven), les suele sorprender la idea de su real pertenencia a éste. Los mismos que distinguen entre animales y hombres (como si el hombre no fuese un animal) o entre organismos vivos e inertes (como si todos ellos no se basaran en los mismos principios físicos), no suelen pensar que los productos de los hombres son absolutamente naturales; es decir, que nada justifica la división «natural/artificial» ya que todo lo artificial ha sido realizado en último término por personas (seres naturales) a partir de sustancias naturales (no hay otras). En tal sentido, el nido de un pájaro y un rascacielos de cualquier gran ciudad no son esencialmente distintos.
Al hombre actual suele impactarle también otras dos ideas que tienen que ver con su relación con el espacio y con el tiempo. Muchos de nosotros, al salir a la calle, lo hacemos con la sensación de estar abandonando un espacio que nos pertenece (nuestra casa) e ingresando en uno que no nos pertenece. Sin embargo, ¿de quién es la calle? Nominalmente del Estado o del Municipio, pero de facto de quienes constituyen o delegan su representación en dichas instituciones; o sea, de todos nosotros. La calle es nuestra (como nuestra casa) aunque en menor medida, pues el primero es un espacio colectivo y el segundo no. Por todo ello, la frontera mental que separa nuestra casa y nuestra calle (o camino o montaña o playa) no es una frontera esencial en absoluto.
Lo mismo ocurre con la percepción de nuestra ubicación temporal. Solemos dividir el tiempo en tres subespacios: pasado, presente y futuro. Pero ya sólo desde un punto de vista lógico, se hace evidente que el presente carece de dimensión (sería algo así como la confluencia entre el pasado y el futuro). Es razonable suponer que, en tal caso, sólo podemos vivir en uno de esos dos ambientes. Y como se hace imposible concebir que vivamos en el futuro, sólo nos queda esta afirmación: «Vivimos en el pasado». Para ser más precisos, yo diría que vivimos en uno de los extremos del pasado, sobre esa faceta que se forma al extenderse éste sobre un inexistente futuro. Por todo ello, la frontera que presumiblemente existe entre pasado y presente tampoco se justifica, a no ser que seamos partidarios de ponerle puertas al campo.
Una vez esbozada esta filosofía, que debilita la imagen de un hombre que se somete y somete al medio (espaciotemporal) a las divisiones derivadas del uso de fronteras arbitrarias, podemos comprender que las novelas que ese hombre lee, estén escritas de preferencia en tiempo pasado. Él, indudablemente, lee desde lo que considera el presente, o sea, un tiempo aislado de aquél en que se escribió la novela y evidentemente posterior (hubo que imprimir el libro, distribuirlo, etc). La novela, a los ojos de ese hombre, es un mensaje que proviene del pasado, y en tal sentido, él, al asomarse a ella, lo hace desde la seguridad del presente, como quien mira a una fiera a través de los barrotes de una jaula. Pues bien, escribir una novela en pasado significa reforzar esa pertenencia de la obra a un tiempo distinto al ocupado por el lector.
Sin embargo, un hombre que se ve a sí mismo como un ser único e indiviso, que no reconoce las fronteras «alma/cuerpo», «yo/los demás», «nosotros/medio ambiente», «presente/pasado»; es decir, un hombre esencialmente libre y valiente (aquí ambos términos son sinónimos), no necesita que le cuenten novelas en pasado porque no teme esencialmente a lo que le cuenten, y no lo teme porque esencialmente sabe que eso ya, de un modo u otro, forma parte de él. Tampoco necesita las novelas en pasado porque es capaz de elaborar juicios propios sobre lo que lee; es decir, no necesita los que elabora el autor, obligado a ello (para resultar convincente) desde el momento en que escribe en pasado; esto es, desde el momento en que finge que la historia contada es anterior al acto de escribirla y, por tanto, él ha tenido tiempo para elaborar los juicios oportunos. El hilo argumental de una novela escrita en pasado es necesario para que dicha historia transite entre los barrotes que separan el tiempo donde creció la historia (pasado) y el tiempo en que se está leyendo (presente). El hilo argumental de una novela escrita en presente reconoce la participación creadora del lector (como un verdadero coautor o compañero de creación) y, por tanto, no precisa ser continuo (se puede y se debe presentar de forma fragmentaria). En un grado penúltimo, el lector prescinde de la historia impuesta por el especialista en contarlas, y requiere de él sólo materiales para la confección de su obra. Y por fin, el lector se transforma en autor de sus propias historias: es completamente libre.
A la vista de estas consideraciones, se podrá comprender también por qué los poemas o los cuentos sí admiten con facilidad el tiempo presente (incluso en un mundo «fronterizado» como el actual). La poesía, arrebatada de su historicidad por la novela (así como la filosofía fue arrebatada de su naturalidad por la ciencia), hizo de la contemplación su hogar. Para el poeta, el tiempo no es un problema desde el momento en que está identificado con él: el poeta abre la jaula de la fiera, detiene el tiempo y la mira sin peligro alguno; es libre dentro de su segundo eterno. El cuentista, por su parte, no sabe o no quiere detener el tiempo pero si se atreve a escribir en presente (a ser libre y a dar ejemplo de ello), tendrá que arriesgarse. El cuentista que escribe en presente es el tipo que durante un toque de queda corre hasta la esquina y vuelve a su casa antes de que se disparen las alarmas, o el que abre la jaula y la cierra justo cuando la fiera lo va a atacar.
En todo caso, escribir en presente (sea un poema, un cuento o una novela) es un acto plenamente antisistémico (independientemente del contenido), pues los textos resultantes dicen a sus lectores (sin proponérselo) que el tiempo no está acotado, o sea, induce a las personas a recorrer el tiempo libremente. De esa experiencia –si barremos la escala en sentido contrario–, podremos obtener también las herramientas necesarias para habitar el espacio libremente; y así, parece consecuencia natural que a partir de entonces, nuestra frontera personal se disolverá y con ella nuestros compartimentos interiores.
En otras palabras, si el arte se impone la tarea de disolver la sociedad, de hacerla más fluida para que pueda adaptarse a las nuevas circunstancias históricas y así sobrevivir y mejorar, sería casi un requisito indispensable que los escritores más comprometidos escribieran en presente, que de una forma simbólica (incluso) demostraran que están justo sobre el momento, plenamente atentos a él.
PABLO GONZ

EL MANGO DE LA SARTÉN
Responsabilidad de los lectores en el estado actual de la literatura de ficción
A la hora de analizar el estado actual de la literatura de ficción, se pueden formular críticas contra todos los sectores que conforman su estructura social. A los autores se les puede pedir que sean más exigentes, que no se conformen con realizar obras según el modelo de otras, sino que busquen en su interior la verdadera originalidad, esa voz única que cada cual posee. Los editores podrían arriesgar más para que la literatura no siguiese siendo un alimento inocuo, algo que sirve a la masa para permanecer en su mismo estado y posición. Los medios de prensa deberían dar mayor espacio a aquellos autores que logran publicar obras que se salen de lo común, que proponen a la sociedad un camino digno de recorrerse, o que al menos agitan las conciencias. En cambio, sus páginas, sus minutos, están llenas de los trabajos estériles que publican los grandes grupos o de las publicaciones aspiracionales de los pequeños. En las librerías sucede lo mismo: grandes pilas de supuestos best-sellers acaparan los espacios, y a uno le da pena pensar que en el volumen que ocupa uno solo de esos “bloques de producto”, cabrían decenas de ejemplares únicos y variados. Parece que se ha impuesto la lógica de la vulgaridad, que es la lógica de la producción en masa, de la distribución en masa, de la compra en masa, de la lectura en masa y del pensamiento/sentimiento en masa. Así llego, casi sin querer, a uno de los colectivos que comparten responsabilidad por el estado actual de la literatura: los lectores.
Los lectores son quienes financian todo el edificio (dicho en términos políticos, quienes mandan) y, sin embargo, no parecen mayoritariamente conscientes de esta situación ni de la responsabilidad que ello implica. De todos nosotros, como lectores, depende que sepamos conservar vivo nuestro rico bagaje literario pero también que lo incrementemos. Éstas dos son buenas razones para, en primer lugar, leer a los clásicos, que suelen sorprender por su lozanía a quienes ingresan en ellos por primera vez; y, por otro lado, para abordar los libros de nuevos autores, de aquellos a los que no apoyan los grandes del sistema y que (probablemente por esto mismo) sí tienen cosas interesantes que decir.
Sospecho que la mayor parte de los lectores lee para entretenerse, para pasar un rato intenso (ya sea divertido o dramático) que lo distraiga de sus preocupaciones diarias. No digo que eso esté mal; digo que podría estar mejor. Si usted lee sólo para distraerse, lo va a lograr –vivimos en una sociedad experta en satisfacer el hedonismo–: sólo tiene que elegir obras que no le supongan dificultad alguna. Pero usted debe saber que ese tipo de obras no le proporcionarán nada duradero; es decir, que después de consumirlas, volverá al mismo estado en que se encontraba antes, la situación de la que huyó (o pretendía huir) a través de la lectura. Dicho en otras palabras, esta elección de literatura por placer actúa como un medicamento paliativo que lo convierte a uno en un enfermo crónico, que lo ajusta cada día al tamaño que necesitan aquéllos a quienes usted sirve.
Para que la literatura recupere su buena salud sería deseable la acción coordinada de todos los colectivos que viven a su sombra. Pero lo único verdaderamente imprescindible es el aumento de la conciencia de responsabilidad entre los lectores. Creo que este breve artículo ayuda a ello. Y espero poder ayudar aún más dando la siguiente pauta para revertir las inercias habituales.
A la hora de elegir el libro que va a leer (en la biblioteca o en la librería), no se deje guiar por sugerencias de nadie: ni por las palabras del editor (evidentemente orientadas a la venta de su producto) ni por las opiniones de los críticos (que muchas veces sirven a los medios que se sostienen con la publicidad editorial) ni por el criterio de un amigo o de un comentarista amateur. Usted es usted y nadie más que usted; o sea, el mango de la sartén: esa parte del tinglado editorial donde todo se apoya. Por tanto, no delegue la responsabilidad de su elección en nadie. Usted seguramente dispone de mecanismos propios para hacer una buena elección. Y si no dispone de ellos, yo le propongo el siguiente, que sabrá complementar con otros para mejorarlo y adaptarlo a sus necesidades:
Tome un libro cualquiera y lea algunos fragmentos: así se hará una idea de cómo está escrito. El estilo es mucho más importante que el tema o asunto. Si no, nos bastaría con leer las obras de Shakespeare, que ya trató de todos los temas importantes para la Humanidad. Por tanto, asómese a algunos fragmentos de la obra y vea. Si lo entiende todo y todo le gusta, ese libro no es para usted. Si no entiende nada, tampoco. Su libro, su siguiente libro, será uno que al hojearlo no le parezca del todo comprensible y que a la vez (o por lo mismo) le ofrecerá a usted algo sorprendente. No se asuste: apoyándose en lo que sí entiende, logrará entender lo que de momento se le oculta y empezar a disfrutar de aquello que (aún) sólo le resulta sorprendente. Así, usted crecerá como lector: hará un aporte imprescindible a la buena salud de la literatura.
Por otro lado, al leer bien una obra (o sea, al invertir en ella un esfuerzo personal), ésta le reportará una visión más completa de su realidad circundante; o sea, usted podrá crecer como persona.
PABLO GONZ