Aspiro a algo mucho más hermoso que entrar en los palacios de la actual cultura literaria, regidos por las grandes editoriales y los grandes medios de comunicación. Aspiro a algo mucho más sublime que ser ungido por los santones o los capellanes de esos vetustos caserones. Aspiro a algo mucho más gratificante que ser aplaudido por masas ciegas que creen verlo todo cada día.
Aspiro a contribuir a la creación de una nueva cultura literaria, basada en principios muy simples como son: la excelencia, la libertad, la verdad y la honradez. Que los lectores sean muy exigentes con lo que leen, que no se conformen con otra obrita agradable que los distraiga de sus pesares; que los escritores sean sinceros, consigo y con los demás, que se exijan la originalidad y la inalcanzable perfección; que los editores publiquen por cariño y con valentía; que los críticos sean amplios de mente, sinceros en sus opiniones y respetuosos con el trabajo ajeno; que los periodistas se preocupen mucho de que su trabajo represente la realidad, toda la realidad.
No quiero construir otro palacio enfrente de los que ahora dan sombra al campo. Quiero ignorarlos, no prestarles mi energía, no contribuir a su mantenimiento: impedir con todo ello que instalen, que sigan instalando en mí, su ideología asimétrica y falaz.
A partir de ahí, la hermosura se construye sola.